En el momento en que entré al banco, el aire parecía cargado con el olor a incertidumbre. Las luces fluorescentes del techo proyectaban un brillo estéril sobre los pulidos mostradores, y el bajo murmullo de las conversaciones a mi alrededor proporcionaba un desconcertante telón de fondo a mis inquietos pensamientos. Me acerqué al escritorio del oficial de préstamos, mi corazón latía como un tambor en mi pecho.
Había solicitado un préstamo para convertir en realidad un sueño largamente acariciado, un sueño que ahora se tambaleaba al borde del desastre. La oficial de préstamos, una mujer de rostro severo llamada Sra. Harrington, me saludó con una sonrisa forzada que hizo poco para ocultar su indiferencia.
"Toma asiento", le ordenó, señalando las incómodas sillas que se alineaban en la zona de espera.
Mientras me acomodaba en el implacable asiento, sentí que se me formaba un nudo en la boca del estómago. Mis palmas estaban húmedas mientras agarraba la carpeta meticulosamente organizada que contenía mis registros financieros y el plan de negocios detallado que había pasado innumerables noches perfeccionando.
Foto: Arcenio Dapr |
La señora Harrington empezó a revisar mi solicitud con desapasionada eficiencia. Sus ojos escanearon los documentos y el ocasional levantamiento de una ceja insinuaba su escepticismo. Los segundos se prolongaron como horas y la tensión en la habitación parecía aumentar con cada momento que pasaba.
Finalmente, levantó la vista y me miró con frialdad. "Lo siento, pero no podremos aprobar su préstamo", declaró, sus palabras cortaron el aire como una cuchilla afilada.
El mundo pareció desdibujarse mientras mis sueños se desmoronaban ante mí. "¿Pero por qué?" Tartamudeé, la desesperación arrastrándose en mi voz. "Seguí todas las pautas y envié todo lo que me pediste".
La señora Harrington suspiró, como si mi situación fuera simplemente un inconveniente menor. "Su historial crediticio no es tan excelente y, francamente, el plan de negocios carece de la estabilidad que buscamos. No podemos arriesgarnos a prestarle a alguien con un nivel tan alto de incertidumbre".
El peso de sus palabras flotaba pesadamente en la habitación, una realidad aplastante que amenazaba con consumirme. El pánico se apoderó de mí cuando me di cuenta de la enormidad del abismo financiero que se abría ante mí.
"Pero esta era mi oportunidad, mi única oportunidad", supliqué, con la voz quebrada por una vulnerabilidad que no podía reprimir.
La señora Harrington permaneció impasible, con expresión inquebrantable. "Le sugiero que explore otras opciones. No podemos ayudarle aquí".
Cuando salí del banco, las duras luces fluorescentes del exterior parecían un marcado contraste con la esperanza cada vez más tenue dentro de mí. El sueño que una vez ardió intensamente ahora parpadeaba como una brasa agonizante. Me alejé de esa institución fría e indiferente, cargando con el peso de aspiraciones destrozadas. El drama de ese momento quedó grabado en el tejido de mi vida, un doloroso recordatorio de que, a veces, la búsqueda de un sueño puede conducir a una colisión desgarradora con la realidad.
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